Las personas que padecen hipersensibilidad a los campos electromagnéticos ven mermada enormemente su calidad de vida no sólo por sus síntomas físicos sino también por los profundos cambios emocionales que suele llevar aparejados. A esto último hay que añadir una serie de inconvenientes: por un lado, la dificultad de su diagnóstico (de tipo clínico, aunque la mayoría de los médicos no la identifican aún en su consulta porque en nuestro país todavía no está tipificada) hace que a la persona que empieza a padecer el conjunto de síntomas se la derive de especialista en especialista. Estos errores de diagnóstico, con frecuencia agravan el síndrome, pues hacen que el sujeto permanezca expuesto largos años al agente causal y retardan el tratamiento correcto. Por otro lado, las personas con este problema comienzan a recibir la exclusión social, empezando por los familiares, amigos y después en su trabajo. Se les califica de alarmistas, vagos, hipocondríacos, inadaptados sociales… cuando en realidad lo que están padeciendo es una enfermedad orgánica descrita por la Organización Mundial de la Salud.
Según las últimas estimaciones para las sociedades modernas la población electrosensible oscila ya entre el 10 y el 20%, lo que eleva a unos 25 millones el número de europeos que sufren este mal. En Suecia, primer país que aceptó la electrosensibilidad como causa de baja laboral (invalidez física), la cifra de afectados se eleva a 550.000.